BATMAN
Domingo, diez de la noche; estoy insomne, con ganas de valium y sanatorio mental. Empezó la ultratumba a atormentarme -sin que yo lo supiera- el miércoles de la semana pasada; yo me dedicaba con juicio al género del documental familiar, que cada vez perfecciono más; esta vez editaba un material de las bodas de oro de Lucy y Alvaro, tíos paternos, todo con entrevistas y mucho archivo familiar de súper 8 y fotografías.

Eran las ocho y media de la noche y empezaba a atardecer, entonces mis amigos murciélagos que visitan la casa día a día, comenzaron a chillar a mi izquierda, en los intersticios de la ventana y las persianas. La madrugada anterior me habían despertado, parece que hicieron en esa ocasión una rumba -o una reunión familiar o una orgía, de pronto-, no sé, quizá se emborracharon porque no pararon de chillar emocionados, salí a mirar por la ventana y el paisaje parecía de Ciudad Gótica: cientos de murciélagos volaban de aquí para allá entre este edificio y el de enfrente. Me desvelé hasta el amanecer y solo pude dormir cuando su rumba terminó.

Es posible que por el verano los ciegos mamíferos voladores se hayan alboratado y reproducido como ratas (aladas); días antes ya había visto yo a uno de ellos escalar como el hombre araña la persiana cerrada (para consternación de Batman), a las 9 de la noche, dispuesto a conquistar los aires, los buenos aires; salió tan rápido que no alcancé a anotarle las placas.



En cualquier caso, ese miércoles histeriquié porque no podía concentrarme en mi edición y cuando empezaron de nuevo su tertulia vampiresca decidí subir la persiana y volverla a bajar, para ver si así lograba ahuyentarlos. Entonces volví a ver a uno de ellos de cabeza escapando persiana abajo y salir volando hacia la noche.

Miércoles, jueves y viernes estuvieron calmados, callados, discretos, y los olvidé. Llegué a las cinco de la mañana el sábado, después de una noche de vinos bonaerenses y amigos, así que desperté después del mediodía con actitud reflexiva y un guayabito leve.

Me puse a leer un rato y comencé a advertirlo: dos, tres moscas husmeaban la persiana y quedaban atrapadas entre la parte exterior de la ventana y la madera. No les hice mucho caso, inicialmente, y seguí leyendo. Media hora más tarde, otra mosca entró al apartamento. Se paró justo sobre el respiradero metálico que hay en el techo, al lado de la ventana, y que se puede retirar desatornillándolo, para acceder al mecanismo y reparar la persiana en caso necesario.

La mosca intentaba entrar desesperada al interior de la persiana, y ya suponen lo que supuse: esa mosca ansiosa por entrar no podía significar otra cosa...

Por la noche salí de nuevo, como mis amigos alados, a volar por la ciudad. Me vi con Alejo, que quería hablar conmigo, y nos comimos una porción de entraña y chinchulín acompañada de provoleta y vinito de la casa. Llegamos a la casa contentos a la una de la mañana y al abrir la puerta el olor era más que notorio.

-Alejo, debe haber un murciélago muerto, el otro día abrí las persianas y vi escapar uno, el otro debió quedar ahí, de pronto estaba parado en la parte interna de la persiana y al enrollarse quedó muerto.

-Bueno, dígale al casero y mañana abren eso y miran qué hay...

En nuestra comida, yo había estado aleccionando a Alejo en medio de mis vinos, "hermano, a los problemas hay que darles la cara, uno siempre deja crecer sus miedos y los miedos originales no son tan grandes". Así que fui consecuente con mis palabras y le dije, "no, qué va, de una, ayúdeme a quitar la tapa esa y miramos". En cualquier caso, yo estaba convencido de que ese miedo no podía ser más grande que un murciélago. Qué equivocado estaba!

Nos armamos de sendas sábanas para taparnos la boca, éramos dos funcionarios de Medicina Legal improvisados dispuestos a hacer un levantamiento de cadáver. Pero nuestra apariencia era más bien la de un par de terroristas shiítas, y con un destornillador levantamos la tapa: efectivamente, el pobre murciélago cayó al piso, muy tieso y no muy majo, muñeco, en mejor vida.

Lo metimos en una bolsa y cobardemente lo lanzamos a volar hacia la posteridad por la ventana. Dejamos abierto el hueco en el techo para que se aireara el apartamento y charlamos un rato. El olor no pasaba, pero olvidé el incidente y pusimos de nuevo la tapa, a las cinco se fue Alejo, a las seis fui a dormir.

Me despertó nuevamente el olor al mediodía. ¿Podría haber otro murciélago que no hubiéramos visto? Me parecía improbable porque ya habíamos revisado antes de cerrar el techo. Me metí en internet, olvidé el asunto y me convencí de que era un olor fantasma, los resquicios, los restos, el reflejo de la muerte.

Pero las moscas seguían llegando, se metían en el apartamento, volvían a buscar entrar por todos lados. Maldita sea, me armé de valor, solo, y volví a retirar la tapa metálica. Comencé a buscar, traje el plumero de la cocina y con el palito empecé a indagar en una especie de zanja que había entre la persiana y el hueco que se abría al retirar la tapa, era justo el espacio de los rieles por donde se abre la ventana, pero por la parte de arriba. Yo no veía nada, y no podía meter la cabeza para mirar pues el espacio era muy chico, así que solamente tanteaba con el palo del plumero.

Entonces apareció un segundo murciélago muerto en la zanja, que palanqueé hacia afuera y cayó al piso, igual que el de anoche. Fui por la bolsa como buen funcionario, lo volví a guardar y fui a revisar si había algo más en esa zona.

Tanteaba con el plumero, acá, allá, y vino el horror: había uno más, y otro, y otro más, y había otro esquelético y seco que parecía haber muerto hace dos años, y otro, y otro más, y yo en calzoncillos y sobre un banco y con la sábana tapándome boca y nariz iba palanqueando cadáveres de murciélagos con un plumero, aterrorizado, pálido, patético. Supongo que algún
vecino del edificio de enfrente debió morir de la risa con mi tragicomedia.

En total fueron once. Once murciélagos que guardé en varias bolsas chicas y finalmente reuní en una bolsa
negra de Adidas, "impossible is nothing". Mi persiana era una fosa común y yo me quería morir. Llamé a Alejo, "véngase, estoy aterrado", pedí el ascensor con la bolsa en la mano para dejar los cadáveres en la calle, la basura debía pasar pronto.

"Lo único que suplico es que no se vaya a subir nadie más al ascensor". Me sentía como un asesino que va a deshacerse de la evidencia. Y preciso: bajé un piso y en el piso 12 habían pedido el ascensor. Se subió una albina que es retrasada mental y he visto varias veces, con su mamá. La escena era terrible, yo bajaba con una bolsa repleta de murciélagos muertos que olía a jardín de finca paramilitar, junto a una retrasada mental que miraba fijamente mi mano temblorosa sosteniendo el cargamento de la muerte mientras que su madre hacía gestos de indignación y asco.

Sudé los doce pisos, descenso eterno, y dejé la bolsa junto a un árbol. Caminé, caminé, caminé en círculos la cuadra entera hasta que me metí en un Cotto y compré aromatizantes y desinfectantes mientras pensaba en que no podía haber matado a once murciélagos de un solo tirón por un arranque neurótico, innecesario.

Volví a casa y eché una ráfaga interminable de aromatizante creyendo que eso podría limpiar mi conciencia. Casi lloro, hasta que sonó el citófono. Contesté, del otro lado oí la voz de Alejo: "¿Batman?".

Almorzamos luego con Marta, sin muchas ganas. No sé por qué, en los siguientes días no hubo muchos murciélagos volando entre los edificios, supongo que estarán pensando que esta zona se puso muy peligrosa. "Hay un paraco HP en el piso 13 que nos está matando porque dice que los negros somos colaboradores de la guerrilla".

Pero supieran lo mal que llegué a sentirme: hace diez años fui rescatista de murciélagos en la casa de mi papá, en Cali, cuando quedaron lapidados por un arreglo que se hizo en el tejado; las decenas de murciélagos que rescaté en aquella ocasión tal vez puedan redimir las víctimas de hoy...

Días después, en un acto de mínima vergüenza por la masacre (un acto de reparación y justicia, espero que no tan cobarde como los de nuestro país) investigué algunos otros datos sobre estos animales que pertenecen a la orden de los quirópteros. Su nombre viene del latín muris, ratón, y caeculus, diminutivo de ciego; en realidad, el nombre original en español es murciégalo, así que los niños siempre lo pronuncian bien, pero el uso de la palabra derivó en murciélago.

El mito de la inmortalidad de Drácula tiene relación directa con la especie a la cual hace referencia: los murciélagos, a pesar de lo pequeños, pueden llegar a vivir 15 años o más. No sobra recordar lo sorprendente que puede llegar a ser su sistema de radar y que son los únicos mamíferos capaces de volar autónomamente (algunas ardillas planean); pero tal vez sean las cualidades que detentan en el estado de hibernación sus mayores logros: el murciélago es capaz de reducir
los latidos de su corazón de 180 a 3 por minuto y los científicos los conservan (vivos) en refrigeradores:
ellos pueden hacer descender la temperatura de su cuerpo y entrar en estado latente.

Así que bueno... matar once murciélagos de un tacazo no me enorgullece para nada, pues como se ve, una vida quiróptera es un gran prodigio: desde el punto de vista biológico es tan importante como una vida humana, aunque la moral de la especie no me condene.

Como último acto de desagravio saqué la cámara por la ventana durante tres noches e intenté fotografiarlos. El resultado quedó plasmado: tomé 200 fotos fuera de foco y la única nítida, quedó fuera de cuadro (como se puede ver abajo). Por lo menos comprobé que no hay nada más difícil que retratar un murciélago en vuelo.






Así que si debo apelar a otras instancias para sanar mi culpa, en todo caso, que Batman me perdone!!!!

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