¡WHAT SAYA!

¡WHAT SAYA!
Un homenaje a Juan Carlos Cadavid, Ricardo González y Juan Carlos Peña, a 20 años de su muerte, que de paso rememora la primera época del canal bogotano CityTV: un compilado de aquellos sueños que murieron jóvenes.



I
Habíamos comido en la MonaPizza de la Macarena una mediana de tocineta y ciruelas. Varias cervezas precedieron a la cena y ahora nuevas botellas adornaban la sobremesa de una discusión inconexa, apasionada. Algunos comensales del pequeño chuzo parecían importunarse con nuestro tono de esclarecidos, nuestra actitud de elegidos, de predestinados, pero nuestra falsa soberbia avanzaba, bien aceitada, sobre otra noche de llovizna bogotana. Ahí estábamos Ximena, el Pollo, Richie y yo, borrachos jóvenes que discutían acerca de su trabajo y de sus sueños: sí, no cabía duda, tendríamos que cambiar aquella pobre realidad de nuestra cultura aplastada, colonizada, para encontrar nuevos lenguajes sustentados en miradas ancestrales, en aquellos puntos de vista perdidos, aniquilados, y sobre la curva de algún argumento fútil el Pollo, poeta maldito audiovisual, me soltó una sentencia de maestro que seguiría retumbando en mi cabeza todos los días que dedico y dedicaré al oficio de hacer cine y televisión:

-El lenguaje de la imagen en movimiento es muy joven, apenas tiene poco más de cien años de edad como para decir que hay reglas inquebrantables, que todo está dicho. Todavía está todo por hacer, todo por inventar, ¿sí me entiende?. -Carburó muy hondo de su Marlboro y se quedó mirándonos, teatral pero no sobreactuado, consciente de su impronta revolucionaria de Godard criollo, del impacto de sus palabras y de la admiración con la cual las recibíamos. 

Cerveza pizza embuche lastre de la noche bogotana, sí, Pollo: iríamos confeccionando nuestra colección de piezas audiovisuales que darían vida y color a la pobre historia del cine cundiboyacense, seríamos un movimiento, transgresores, sagaces, siempre afilados y precisos; apenas empezaba el año 2000, estábamos jóvenes, teníamos tiempo y también aquel ímpetu autodestructivo sabanero, acidez mordaz: éramos genios efímeros cuyas revelaciones se evaporaban en alcohol y nutrían el vacío.

Ximena asentía en silencio, su sabio silencio. Ocho años más tarde ella y yo vendríamos a vivir a la Argentina donde nacería Sofía Silvana, nuestra hija; jamás volveríamos a vivir en Bogotá y los años nos resignarían a no haber cambiado el país y mucho menos el mundo. Pero por ahora el nuevo milenio empezaba y aunque nos quedaba debiendo las promesas que nos había hecho en nuestras infancias -no había carros voladores ni robots que nos hicieran la comida ni cabinas de teletransportación- pensábamos que disponíamos del tiempo y el espacio necesarios para ayudar a trascender el torpe pensamiento colonial que nos mantenía amarrados a la Edad Media en aquel triste feudo que era -y sigue siendo- Colombia. 

La sonrisa de Richie iluminaba la mesa y el Pollo entrecerraba los ojos, asumía aquel semblante que transitaba entre la terca rebeldía de James Dean y el sabio desparpajo de Joe Strummer, el cigarrillo aprisionado entre los labios -cuando aún se podía fumar en los espacios cerrados- y los sentimientos de culpa a flor de piel. A veces me desconcertaba su manía de autoflagelarse sin piedad, como si fuera un adicto a los elogios que acto seguido todos le endilgábamos para subirle el ánimo. Caminaba siempre sobre la cuerda floja de su narcisismo –como lo hacíamos todos, de alguna manera- pero su muerte nos haría entender muy pronto que simplemente tenía aquella impronta maldita de ciertas personalidades geniales, predestinadas a la fatalidad. 


II
Había conocido al Pollo un año atrás, en enero de 1999, cuando entré a trabajar a CityTV para realizar Mutantes, un magazín juvenil conducido por Manuel Sarmiento cuyo objetivo era dar cuenta de todos los escenarios culturales, políticos, deportivos y artísticos de los jóvenes bogotanos. El equipo estaba liderado por María Victoria Cortés, Vica. Ella dirigía aquella franja de magacines que además de Mutantes hacía un programa llamado Ociópolis, una muy buena idea dedicada al tiempo perdido en la ciudad que contaba con la participación de Mauricio Silva. La edición de los dos programas la hacía Ximena Franco, Catherine Vélez era la investigadora de Mutantes; Marcela Ríos hacía la producción, asistida por Pablo Galeano; Eduardo Rodríguez realizaba Ociópolis, Marta Urbina lo investigaba junto a Jairo Andrés Serna; el sonido lo hacía Ascención Peralta y la dirección de fotografía y cámara de la franja corría por cuenta de Juan Carlos Cadavid, El Pollo, quizá uno de los tipos más geniales que conocí en mi vida y quien en muy poco tiempo se convertiría en mi hermano. 

Después de la quinta cerveza de postre aquella noche en la Monapizza, y a pesar de que después de un año y medio trabajando en el canal ya lo habían ascendido a realizador de promociones, volvía a tomar el impulso de su autodestrucción: 

-Yo creo que me van a echar güevón, me van a echar, yo me doy cuenta de que Patricia Aguirre y Nelson Martínez me tienen entre ojos, ¿sí me entiende? Me van a echar.

Comedia de situación. Todos contestábamos: 

-No Pollito, usted es muy bueno, ¿cómo lo van a echar si usted es el mejor camarógrafo del canal, y ahora el mejor realizador?. -Carburaba el eterno pucho, trago de cerveza, disco rayado, me van a echar, me van a echar, con aquella terca vanidad culposa de la falsa modestia mientras Richie, su amigo y compañero del alma, quien también había entrado al canal para trabajar como productor de campo, lo miraba detrás de sus lentes con paciente ternura. El perfecto catalizador para la tormentosa y autocompasiva personalidad del Pollo era aquel voltaje de tensión eficaz, sin altibajos, zen, de Richie, que nos permitía siempre pedir otra ronda de licor para que él se olvidara de sus penas y volviera a pensar la realidad audiovisual bogotana más allá de sus sombríos designios laborales.

Abandonamos aquella noche la Monapizza en búsqueda de algún bar cercano; ellos tres venían de la Facultad de Cine y Televisión de la Nacional y yo me sentía enlodado por mi pasado javeriano. Dos meses después de aquella pizza de tocineta y ciruelas el Pollo y Richie se mataron en un accidente absurdo y la generación llamada a cambiar la historia de la televisión colombiana se vino a pique. Una vez más, la revolución nació muerta.


El Poyo y Richie, foto por Ximena del Toro.

III
El Pollo era un punk innato. No necesitaba darse aires o asumir poses. Era escalador en roca, de los buenos, los tendones resaltados en sus muñecas y los músculos de sus brazos lo atestiguaban. Su espíritu callejero lo complementaba como skater; varias noches de rumba lo vimos irse a su casa con perfecto equilibrio –a pesar de los tragos- bajando sobre su tabla por las pendientes de La Macarena o Chapinero Alto. Usaba pantalones de alpinista, con varios bolsillos, raídos por el tiempo, cuyas roturas corregía con pedazos de cinta gafer. Se peluqueaba a sí mismo, tenía mechones teñidos de amarillo y grandes huecos de trasquiladas a la altura de los parietales. Sus muletillas eran particulares, muy de él: solía usar la palabra radical para referirse a algo con lo cual había que comprometerse o, por ejemplo, para exaltar alguna propuesta arriesgada de encuadre que alguien le hiciera. También, en referencia a los súper sayayines, por los últimos días había refinado la expresión ¡what Saya!, que usaba cuando había dificultades, en los momentos de riesgo o cuando una acción u oficio implicaba grandes facultades para lograrse. Inclusive, su ¡what Saya! podía ser la manera de referirse a algo o alguien con admiración. De mucho estilo para fumar, el Pollo era, por demás, una máquina de trabajar, de gran despliegue físico y siempre atento y concentrado aunque se tomara algunos tragos o se fumara un porro antes de hacer cámara. Se le medía a cualquier riesgo a la hora de grabar; además de su intelectualidad y su estilo, ostentaba la impronta de aquella figura que John Lennon alguna vez denominó héroe de la clase obrera

Yo sentía que estábamos predestinados a conocernos. No sólo el Pollo y yo sino toda aquella generación que había confluido en CityTV, un canal local bogotano que la Casa Editorial El Tiempo, gracias a su poder político histórico y también a su espíritu visionario, había logrado inaugurar con una modesta inversión –si se comparaba con la que hicieron Caracol y RCN- en los tardíos años noventa cuando la televisión colombiana terminaba de privatizarse. La jugada les salió redonda: pagaron por la licitación de un canal local (mucho más modesta que la nacional) pero muy pronto los servicios de cable llevarían su señal a todo el país.

Basado en una idea original canadiense –cuya franquicia compraron- y bajo la filosofía del muy posmoderno y liberal adagio piensa global, actúa local, el canal se lanzó en 1999 como una alternativa juvenil e innovadora para los bogotanos en una época en que la ciudad vivía uno de sus tantos renacimientos. Una nueva mirada sobre la realidad urbana llegaba a desafiar la manera convencional de hacer televisión hasta entonces. Quienes empezamos a trabajar en su primera etapa éramos casi todos jóvenes recientemente egresados de facultades de cine y de comunicación, con algo de experiencia pero, sobre todo, con un ímpetu experimental arrollador, apasionados y embrujados por la idea de hacer una revolución audiovisual en el país. Y nos comíamos el cuento y asumíamos el desafío porque en Colombia las revoluciones son siempre necesarias aunque pronto descubriríamos que, al final, resultan imposibles, nacen muertas o las asesinan recién nacidas. 

Y fue el Pollo uno de los primeros y de los únicos en advertírnoslo.



IV
El jueves 18 de marzo de 1999 se hizo el lanzamiento oficial de CityTV en el lugar donde fue su sede original, el viejo edificio del periódico El Tiempo, en plena Jiménez con séptima, enfrente del lugar donde 51 años antes había sido asesinado Jorge Eliécer Gaitán y donde ya para aquel final de siglo, como único homenaje al más emblemático líder de masas del siglo XX en Colombia, habían decidido erigir el primer McDonald´s que llegó al país. Ahí estaban los indicios y evidencias de unas élites desagradecidas y traicioneras -debimos haberlo sospechado- pero la fastuosidad del evento, con toque de Los Aterciopelados y emotivo discurso del patriarca Hernando Santos solo pudo inflar nuestros orgullos de jóvenes realizadores. Éramos, casi todos los que aquella noche portábamos el carnet del canal, egos ambulantes, vanidades henchidas; pocos días atrás habíamos estado grabando un capítulo de Mutantes en la terraza de la Torre Colpatria y mientras que con el Pollo filmábamos a Manuel y le hacíamos algunos pull-backs que daban la sensación de vértigo sobre su rostro y la enorme Bogotá al fondo, él de repente abrió los brazos y sentenció ante la cámara, casi místico: “soy el rey del universo”.

Aunque la frase de Manuel podía parecer exagerada, sabíamos secretamente que de una u otra manera así nos sentíamos todos en aquel momento de pirotecnia y esperanza y cuando tres días después, mientras que en la noche de la inauguración nuestro reinado universal seguía creciendo, nos montamos de nuevo en la camioneta para ir a hacer una nueva jornada de rodaje. 


La fiesta terminaba y nosotros iríamos a grabar en alguno de los bares de moda de la época o quizá en una fiesta electrónica. Recuerdo a Manuel exultante con el impulso del lanzamiento del canal. Yo también lo estaba: no había duda, éramos los elegidos, la pantalla no mentía, estábamos cambiando la manera de hacer televisión y en medio de nuestra euforia y de tanta fe en nosotros mismos, de repente el Pollo alzó con levedad su ronquera de la manera más modesta pero audible y desde el fondo de la camioneta, nos contradijo: 

-Mi papá me decía que cuando se creó el SENA (Servicio Nacional de Aprendizaje) en el país, él estuvo ahí y todo el mundo pensaba que eso iba a cambiar la historia de la educación, que iba a revolucionar la sociedad, pero pasaron un par de años y todo se fue a la mierda. 

Dejamos pasar aquella advertencia del Pollo y la atribuimos a su ya acostumbrado fatalismo. ¿Qué podría salir mal? Éramos un combo de jóvenes talentosos avalados por una empresa poderosa llena de nobleza e historia, nuestras garantías contractuales con La Casa Editorial El Tiempo eran absolutas, cabalgábamos hacia el éxito e íbamos a cambiar la historia de la televisión colombiana, no cabía duda. Después haríamos grandes películas y ganaríamos todos los premios posibles, éramos los elegidos, la generación que haría el foco preciso sobre una Bogotá que vivía su último renacimiento. 

El Pollo no pudo comprobar que su vaticinio era acertado y que se cumpliría muy poco tiempo después. La muerte se le adelantó a ochenta kilómetros por hora y después del golpe de su partida la realidad del país nos hizo comprender que para revoluciones no había espacio, todo se fue descomponiendo en aquel conservadurismo monacal, neoliberal, que nos hizo aterrizar sobre la realidad y también nos hizo cuestionarnos, dudar, y preguntarnos si acaso no teníamos mucho más de incomprendidos que de genios.


Clip del programa Mutantes, conducido por Manuel Sarmiento.

V
De pronto el genio era el Pollo, que se mató en aquel taxi de frente contra un árbol en la 100 con séptima. Pero quizá no. Quizá si hubiese sido yo el muerto, él podría estar escribiendo palabras parecidas sobre mí, que no fui ya ni lo uno ni lo otro: ni genio ni muerto prematuro, mientras que él mascullaría el desencanto de haber tenido la razón acerca del país, de sus empresas y sus instituciones, de su televisión de hastío, de su eterna impronta colonial, feudal, de sus revoluciones truncas.

Pero vuelvo a las remembranzas.

A pesar de que algunos trabajadores de CityTV habíamos alcanzado a grabar con cámaras de tres cuartos de pulgada que tenían la casetera aparte, y habíamos editado en salas analógicas, todavía por 1999 corrían los tiempos del precámbrico televisivo en que se hacían notas de deporte extremo sin GoPro, ni siquiera iPhones; la herramienta más liviana con que contábamos era una cámara MiniDV  Panasonic, la misma que usaban los videógrafos, aquel concepto canadiense de cyborgs audiovisuales con dos cámaras terciadas, una enorme DVCPro apoyada en el hombro y la MiniDV en la mano libre haciendo un autorretrato del realizador en aquellos tiempos en que la palabra selfie ni siquiera existía. Los videógrafos precursores del canal fueron Irina López, en Mujeres en Línea; Unai Amuchastegui, en Mucha Música y Miguel Gutiérrez en Mutantes Ociópolis

A Miguel lo había conocido un año antes de entrar a CityTV cuando realicé un documental para una serie que se llamaba 42 grados a la sombra, perteneciente a lo que se llamó La Franja, un espacio del recién creado Ministerio de Cultura que abría las puertas de Señal Colombia (aún Cadena 3 en esa época) a jóvenes realizadores audiovisuales. Las videografías de Miguel –un tipo de excelente humor y carisma, quien se convertiría en uno de mis mejores amigos- lograban por aquel entonces hacer haikús contemplativos, obras de arte de lo sencillo, de lo efímero: una tarde probándose pelucas en la 60 con 13 o tirando avioncitos de papel desde lo alto de las Torres del Parque. 
Los videógrafos también debían editar sus propias notas. El canal había ofrecido talleres de edición no lineal en el programa más avanzado para la época, el Avid Media Composer. Varias salas de edición estaban montadas en el tercer piso del edificio (después bajarían al segundo) y un desfile de mechudos alternativos nos relevábamos en las sillas para editar en turnos de ocho horas, en una época para la cual tener una sala de edición en la casa era un tibio sueño de lo ideal. Las máquinas no descansaban; el canal, recién lanzado, debía llenar su programación y se contrataban editores externos que hacían los turnos nocturnos. 

Los incipientes discos de la época en aquellos computadores -hoy obsoletos, para entonces último modelo- no llegaban a las 500GB de espacio. Hacer un render (procesamiento) de cualquier mínimo efecto podía tardar horas enteras y mientras tanto uno se iba a fumar a la Cityterraza. Con mucha frecuencia los computadores colapsaban y el trabajo se perdía, y entonces uno no tenía más remedio que ir a donde Jenny González, la sabia y muy eficiente productora del segundo piso que resolvía todos y cada uno de los problemas, para que ella llamara por Avantel a John Cruz, un muchachito de no más de 20 años para entonces, genial, con expresión y motricidad de androide, un iluminado de los sistemas cuya paciencia superlativa resucitaba cada computador humeante, cada disco achicharrado.

Nuestra pasión salía barata. Mientras que en la televisión de la época un equipo de producción estaba conformado por varios técnicos y asistentes, un videógrafo de CityTV hacía el mismo trabajo que por lo menos cinco personas hacían en un canal convencional. Los camarógrafos y editores de City eran conceptuales, podían trabajar solos, a criterio, no necesitaban de un realizador a su lado. Hoy es común; para entonces era toda una novedad y nosotros estábamos tan obsesionados, tan determinados a demostrar que podríamos hacer una nueva televisión, que no nos importaba -ni siquiera lo pensábamos- reclamar nuestros derechos laborales. Alguno de los tantos domingos de principios del 99 en que fui a trabajar sin pensar en horas extras o dominicales, encontré a quien por entonces era la gerente de producción del canal, Patricia Aguirre, que al verme de cabeza concentrado enfrente de la pantalla editando un programa, me saludó afectuosamente, como solía saludar siempre, y con mucho desparpajo y ni siquiera un ápice de ironía, me dijo: “me alegra mucho que estés acá un domingo aprendiendo”.

Aprendiendo, sí, no cabía duda. Pero los malestares comenzaban. A pesar de que los sueldos eran mucho más bajos que los de los canales más poderosos, nuestras garantías contractuales, maravillosas, muy pronto serían extirpadas de raíz y nunca faltarían las oportunidades (que con los años se vuelven una rutina) para que a uno le hicieran sentir que le hacían un favor por darle trabajo. 

Para aquel 1999 éramos empleados de la Casa Editorial El Tiempo y además del sueldo (yo entré ganando 1.100.000, sueldo promedio de realizador en el canal) teníamos un subsidio de 120.000 pesos en bonos de alimentación de Sodexo Pass y siete primas al año, cinco legales y dos extralegales, con lo cual, en promedio, uno ganaba casi un 40% de más mensualmente. Nos daban suscripción gratuita al periódico y todas las garantías de un contrato a término indefinido. Nada mal para tener menos de treinta años. Nos sentíamos privilegiados aunque fueran los básicos derechos de un trabajador en cualquier país decente. 

Aunque lo sospechábamos, no quisimos ver que siempre todo, inexorablemente, puede ser peor.





VI
Sin duda había dos proyectos estrella en CityTV en el momento de su lanzamiento: Ciudad Total y la CityCápsula. El primero era una idea original de Patricia Aguirre y Nelson Martínez –jefe de producción- que consistía en la realización de clips de entre uno y cuatro minutos de duración que daban cuenta de cada recoveco de la ciudad y la retrataban de una manera original, nunca antes vista. Para ello contrataron al realizador indicado: Carlos Mario Urrea, un javeriano para entonces tan joven como todos nosotros, quien tuvo además la sagacidad de rodearse del equipo ideal: Mauricio Mejía en la creación e investigación; Rocío Olarte en la producción; Juan Carlos Cadavid, El Pollo, en la fotografía, Ascensión Peralta en el sonido y Juan Carlos Isaza en el montaje. Las piezas de esa primera Ciudad Total, si se miran hoy en día en las muy pocas referencias que YouTube aún rescata, no tuvieron precedente y solo fueron replicadas, tímidamente, unos años después. Ciudad Total representaba aquella revolución de la que hablábamos, con la que soñábamos, y quién sabe a qué puertos nos hubiera llevado su continuidad. 

Las piezas imaginadas por Mejía, como todos le decíamos a Mauricio -quien había sido mi partner en la universidad y con quien realicé la tesis- eran llevadas a la realidad con maestría por Carlos Mario y todo el equipo. Aquellas primeras fueron geniales: primeros planos de un azadón labrando la tierra que cortaban a planos medios de un campesino trabajando; se limpiaba el sudor, se acomodaba la ruana y seguía rasgando el prado para abrir un zurco, poco a poco la cámara seguía abriendo el encuadre hasta que al final veíamos aparecer a la gran Bogotá allá, a lo lejos, vista desde las montañas del páramo de Sumapaz donde todavía se labraba (se labra) la tierra. Entonces veíamos el título: Ciudad Total. 

Así, sin más, las piezas eran muy refinadas, una mirada de Bogotá desde todos los puntos de vista: un niño con un megáfono en un colegio anunciando lo que se necesitaba para la excursión de cuarto de primaria; un masajista en la carrera décima grabado con ojo de pescado mientras recomponía los huesos de un paciente; un videoclip de los anuncios digitales de las autopistas bogotanas musicalizado con Mentira la verdad de Manu Chao. En los primeros tiempos del proyecto, Mejía se inventó el “homenaje a la generación plancha”, en el cual el equipo de producción de Ciudad Total posaba en un plano fijo con una grabadora en mano, mientras que transeúntes del Parque Santander o la plaza de Flores cantaban, casi todos muy desafinados, Fresa Salvaje de Camilo Sesto o Rosa, Rosa, de Sandro. 

Ciudad Total fue la carta de presentación del canal y representaba su espíritu más vivaz. Muy pronto se ganó un India Catalina cuya estatuilla se convirtió en otra pieza para la serie: el equipo la puso a hacer Bungee Jumping desde lo alto de un puente de la Autopista Norte. 


 

En aquel proyecto confluía la pasión con la cual trabajábamos y la retroalimentaba. Recuerdo al propio Iván McAllister, presidente del canal, cuando fue citado de urgencia a la sala de edición para que viera maravillado el último Ciudad Total que había editado Juan Carlos Isaza y que nos había dejado a todos boquiabiertos: la pieza empezaba con un plano general donde leíamos el crédito “Pablo VI, 1era etapa”, Mejía había propuesto poner aquella compacta MiniDV (muy pesada para aquellos trajines) sobre un carrito Fórmula 1 de juguete, a control remoto, que lo perseguía a toda velocidad entre calles y prados y andenes del barrio bogotano, derribaba una torre de vasos plásticos, pasaba por debajo de las piernas de varios transeúntes sorprendidos hasta que comenzaba a acorralarlo; después de un clip de dos minutos de duración muy dinámico –insisto, difícil de ver para entonces cuando no existían las GoPro- veíamos al carrito cercarlo finalmente en un callejón sin salida y después un primer plano cenital de su cadáver siendo golpeado una y otra vez por el carro. Se fundía a negro y entonces volvíamos a oír el sonido del motorcito a pilas del fórmula 1 asesino que prendía de nuevo los motores de su carrera de la muerte y al fondo veíamos al Pollo que advertía que comenzaba a perseguirlo y preparaba su huida paranoica; entonces el cuadro se congelaba y leíamos: “Pablo VI, 2da etapa”.

Ciudad Total Pablo VI
La Citycápsula, por su parte, era una idea que traían los canadienses. Hoy, que todos podemos grabarnos hasta el hastío con nuestros celulares y publicar nuestros videos en las aburridísimas redes sociales, resultaría ridícula e innecesaria. Pero por aquel entonces la Citycápsula saciaba la sed de expresión de los bogotanos y todo aquel que quisiera mandar un mensaje a la ciudad podía hacerlo de manera gratuita. Las máquinas eran unas cabinas de dos metros de alto y unos noventa centímetros de ancho y de profundidad, que el canal disponía en eventos multitudinarios como partidos de fútbol, conciertos o centros comerciales, mientras que había una estacionaria, permanentemente dispuesta en la entrada del edificio del canal en la Jiménez con séptima. Bastaba con apretar un botón, esperar la cuenta regresiva y dejar un mensaje de 40 segundos de duración para que un desfile delirante de centenares de disparates diarios quedara registrado en los casets internos en que la Citycápsula grababa, así como despliegues de creatividad espontáneos que la gente preparaba exclusivamente para la máquina. Los mensajes más tarde eran visualizados, editados y emitidos en un programa semanal que los clasificaba por categorías.

Nunca antes, ni después, la televisión colombiana tuvo un espacio más democrático.

La Citycpásula, clip subido por uno de sus realizadores, Zamir Hamad.

                                                                         VII

Alvaro, el dueño heredero del Café Pasaje, nos veía desfilar de lunes a domingo por el mobiliario fantástico del lugar: sillas de los años cincuenta forradas en cuerina roja, dispuestas alrededor de mesas de base metálica y tabla redonda de algo más de un metro de diámetro, que se iban llenando paulatinamente de botellas vacías de cerveza mientras que alrededor todos nosotros biengastábamos nuestro tiempo de descanso y el dinero de nuestras quincenas en aquellos rituales etílicos que terminaban en conversaciones a los gritos y delirios de borrachos. Sospecho que aquella época dorada de CityTV lo fue también para el Café Pasaje. Y a pesar de que no fuéramos más que una nueva generación de alcohólicos que dejaban un alto porcentaje de sus sueldos en las arcas del Café, creo que Álvaro sospechaba, allá desde la barra viéndonos emborracharnos, que por lo menos éramos ebrios apasionados. Nuestras discusiones eran, por lo general, laborales; queríamos mejorar, perfeccionarnos. Pertenecíamos a grupos de trabajo muy jóvenes y a pesar de todo no cultivábamos envidias ni rencores más allá de los problemas laborales comunes a toda empresa. Cuando la noche se iba Rosita o alguna otra camarera de toda la vida del Pasaje contaba las botellas vacías de cerveza que atestaban la mesa y nos cobraba. Le pedíamos por última vez la llave del baño a Alvaro y salíamos tambaleantes a continuar editando los programas: “cuánto me alegra que estés acá un viernes a la medianoche borracho, aprendiendo”.


Si el Café Pasaje era nuestra sede nocturna, las cafeterías que colindaban con el local de Alvaro eran las matutinas. Ahí, en aquella fachada que hacía parte, por el costado lateral, de la manzana donde estaba el viejo edificio de El Tiempo, y cuyos locales daban la cara a la Plazoleta del Rosario, había por lo menos cuatro cafeterías donde servían desayunos baratos y trancados. La más famosa era la que estaba en toda la esquina, La Romana, pero no la frecuentábamos mucho porque era cara y sus comensales pertenecían a otra generación. No recuerdo el nombre de La Mona, como le decíamos a la dueña de aquel local, al sur de La Romana y del Café Pasaje, que era nuestro favorito, donde vendían los mejores huevos pericos del centro de Bogotá, los cuales uno solía acompañar de arepa con queso y mantequilla, chocolate, pan y jugo de naranja. Cuando la mañana estaba muy fría entonces nos zampábamos un buen caldo de costilla antes de salir a grabar.

Fue ahí, en ese café, donde hace veinte años, la mañana del 19 de mayo del 2000, desayuné con el Pollo y Carlos Cuervo, ocho horas antes de que ellos tuvieran el accidente que sepultaría al Pollo, a Richie, a Juan Carlos Peña y a nuestros sueños de revolucionarios audiovisuales.


VIII
Cuando entré al canal en febrero del 99 y empecé a estar al frente de la realización de Mutantes, decidí que para el capítulo estreno incluyéramos la road movie que había hecho el Pollo para un trabajo en la Nacional. En el programa teníamos una sección donde los jóvenes televidentes podían mandar sus producciones, y qué mejor que estrenarla con aquel video experimental del Pollo que hacía un homenaje a la cultura de carretera gringa pero la adaptaba a las costumbres criollas de la tierra caliente. El video empezaba con un hombre de unos setenta años, descamisado detrás de un ventilador en algún paraje cercano a Girardot, que enumeraba varias poblaciones que había en las carreteras que atravesaban aquel tramo del valle del Magdalena: “El Espinal, Gualanday, Venadillo”. Luego había largos planos del ventilador entrando y saliendo de foco que cortaban a una toma muy larga, de más de un minuto de duración, de una chucha –zarigüeya- muerta en el sardinel de la carretera mientras que atrás se veía el espejismo generado por el calor en el asfalto y el remolino de aire caliente dejado por los carros que pasaban a toda velocidad hacía revolotear los pelos del pobre marsupial que tenía la lengua afuera, los colmillos al aire, una expresión macabra y lúgubre en su rostro. 

¡What Saya!

Pocos días después nos llamaron la atención: ¿por qué habíamos puesto aquella imagen tan bizarra, justo para el estreno del programa? Y bueno: ¿no dizque íbamos a cambiar los designios de nuestra cultura audiovisual? ¿No éramos, acaso, un canal revolucionario? A mí me parecía –aún me parece- que la pieza del Pollo era maravillosa, digna de estrenar Mutantes, e inclusive a Vica, la directora de nuestra franja, una mujer brillante, muy inteligente y de libre pensamiento, no le pareció grave sacarla al aire. 

Pero no les pareció así a otras mujeres. 

El canal empezaba a emitir sus señales de prueba, toda la ciudad estaba avocada a su pantalla, y también sus dueños, la familia Santos, no dejaban de verlo, muy orgullosos de su nuevo hijo. Así que alguien nos contó días después que una de las esposas de los encopetados propietarios del periódico y del canal, al ver aquella pobre zarigüeya atropellada, babeante y estremecida por los Renault 9 que pasaban a toda velocidad a su lado, había llamado alarmada y estupefacta a su marido a la oficina: “¿qué está pasando en CityTV que hace dos minutos está en la pantalla la imagen de un perro muerto?”. 

¡Qué hoshosh, ala! 

Aunque logramos infiltrar aquella obra de arte en la pantalla, nuestra osadía derivó en que nos pusieran un censor –Jairo Dueñas, amigo del presidente del canal y periodista un poco mayor que todos nosotros- que revisaría todos nuestros programas antes de ser emitidos.

Promoción de Mucha Música protagonizada por Juan Carlos Cadavid, El Pollo.

IX
1999 se estaba llevando un milenio. No era poca cosa, grandes cambios. El canal se posicionaba ese año como la alternativa de una nueva televisión para los bogotanos, con un noticiero joven y dinámico y un departamento de producción visionario que colmaba la pantalla con una programación refrescante y novedosa. Los cambios habían sucedido muy rápido: Mutantes y Ociópolis desaparecerían y se fusionarían, en el 2000, en un solo magazín semanal de una hora de duración; Mucha Música había decantado su programación diaria, Mejía y Carlos Mario habían hecho un gran cabezote para el programa editado magistralmente por Julián Correcha y Juan Carlos Peña (nuestros maestros por aquel tiempo en todo lo referido al Avid Media Composer); los toques de Mucha Música se habían posicionado indiscutiblemente, eran unos jams exquisitos que se hacían durante el 99 en plena Plazoleta del Rosario, donde la gente podía ver gratis el toque que se grababa y, en la edición final, se ponchaban en los planos las melenas de sus camarógrafos, Edgar Mayorga, Diego Jiménez y Sergio Zaraza. Su directora, Liliana Andrade, con aquel ímpetu incansable que tiene, había logrado consagrar a Mucha Música como un programa con sello propio que estaba a la altura –y más- del original Much Music canadiense. 


El Toque, Mucha Música.

Precisamente para Mucha Música, Mejía, Carlos Mario y el Pollo habían hecho una promoción que ganó premios internacionales. Se llamaba Duro contra el muro. No hay registro en Youtube de aquella pieza, pero recuerdo al Mono de las 1280 Almas (realizador por entonces del programa) tocando una guitarra estridente, mientras que Johana Marín –una de las presentadoras- cantaba a los gritos “¡duro! ¡Duro contra el muro!”, en un bis interminable, para que Mejía, con botas punteras y saco de capucha, se diera cabezazos pogueando solo contra una pared. Al final la guitarra y la voz de ella bajaban el ritmo, se volvían un dulce blues que seguía repitiendo, lentamente: “duro, duro contra el muro”, y Mejía caía al piso, medio convulsionando, medio en trance o muy trabado –no se sabía- y una bandada de cinco logos diminutos de Mucha Música orbitaba su cabeza mientras oíamos el sonido de varios pajaritos.

Edgar Mayorga había remplazado a Unai en la videografía de Mucha Música. Se había hecho célebre por su videografía con Juanes, en la cual salía a pasear por el centro de Bogotá con el músico paisa y en un momento, sin anestesia, le recriminaba por haber traicionado la causa metalera y venderse al cochino sistema. Juanes había quedado fuera de lugar y Edgar, de rápida ironía, cambiaba de tema de inmediato. Sus videografías tenían gran ritmo, colmadas de efectos siempre puestos con buen gusto, eran videoclips que él sabía componer con mucho humor y sentido del ritmo y la musicalidad necesaria, piezas magistrales que muchas veces eran un homenaje a la cultura popular musical bogotana.

Mejía y Carlos Mario también habían hecho la cortinilla de entrada para él, parodiando la vieja presentación del programa de Gloria Valencia de Castaño, Naturalia, en la cual veíamos a Edgar emergiendo del lago Simón Bolívar con dos cámaras en la mano mientras escuchábamos la célebre música del cabezote del programa ochentero, pero en lugar de ver la imagen de Konrad Lorenz saliendo del agua con los dos gansos sobre su rostro, veíamos a Edgar con las cámaras.


Videografía de Edgar Mayorga para Mucha Música.

Patricia Aguirre hizo con Jairo Dueñas en aquel 1999 un programa de debate que se llamaba Pasión Extrema, cuyo cabezote era una pieza alucinante dirigida por Kilch López y editada por Juan Flint. No recuerdo su apellido, pero lo apodábamos Flint porque era quien mejor sabía manejar el programa de composición gráfica que se usaba para entonces; era un genio. Años después lo encontré cuando trabajaba en FX editando comerciales, y aún se quejaba de que por lo general era él quien terminaba haciendo los comerciales animados o compuestos digitalmente, pero cobraba como editor mientras que el grueso del pastel se lo llevaban los directores y las agencias. La televisión y el cine son negocios crueles, llenos de farsas y de injusticias, Pollo, tenías razón.

Mauricio Silva hacía con Eduardo Arias Sin Amarillo, Azul y Rojo, un programa dedicado a los equipos de fútbol bogotanos, Santa Fe y Millonarios, y sus hinchadas. Los videógrafos de aquella primera etapa del programa eran Claudia Bautista, por el lado albirrojo, apodada por entonces “La Cachacita” en honor a su amistad con el célebre jugador santafereño David “La Cachaza” Hernández; de parte de los azules estaba Yesid Vásquez, Minga para los amigos, apodo que no es más que el lunfardo de gamín. El programa era un exquisito delirio futbolístico como nunca antes se había hecho en Colombia, dando lugar a la pasión antes que a los análisis prepotentes y moralistas del periodista deportivo promedio. Porque para editoriales y sentadas de postura, el programa daba su espacio a Gustavo Arenas, el Doctor Rock, quien encerrado en una malla metálica como las que había durante aquella época en la tribuna oriental de El Campín, tenía su columna de dos minutos de duración al final de cada emisión, en la cual despotricaba de dios y del diablo y de todo aquel que se atreviera a existir. 


El doctor Rock en Sin Amarillo, Azul y Rojo.

Sin Amarillo pertenecía a la franja de Noticias, pues por entonces el canal estaba dividido en dos grandes departamentos: el del noticiero, dirigido por Juan Lozano, y la parte de producción, donde estaban los magacines, Mucha Música y los programas especiales. Pocos meses después de la muerte del Pollo, cuando todo empezaba a irse inexorablemente a la mierda, Miguel y yo entraríamos a trabajar en Sin Amarillo, Azul y Rojo.

Clip para Sin Amarillo, Azul y Rojo.


                                                                      X

La rumba no había dado tregua durante ese año. Creo que desde el día de la inauguración no paramos. Se armaban de toda índole en varios barcitos del centro que solíamos frecuentar. El preferido, donde todo empezaba, era Escobar Rosas, lindo chuzo en la puerta de entrada a La Candelaria donde por un tiempo trabajó Catherine Vélez, investigadora de Mutantes. Después de unos tragos en Escobar uno podía seguir a Miranda, un bar de dos plantas que quedaba enfrente del tradicional lugar de tangos de Marielita, donde bailábamos en trance a Fat Boy Slim, Underworld y los Chemical Brothers. Creíamos que estábamos en la vanguardia y ensoñábamos una Bogotá londinense a la altura de nuestras expectativas pero acaso no éramos más que una horda de indiecitos sabaneros en ácidos, disfrazados de gringos y de europeos, demasiado jóvenes para presentirnos equivocados y ya lo suficientemente viejos para mascullar nuestros resentimientos.

En agosto mataron a Jaime Garzón; en septiembre, a Chucho Bejarano y un año antes habían asesinado a Eduardo Umaña. Colombia era un matadero municipal y para finales del año –y del milenio- yo había empezado a salir con Ximena después de haber vivido algunas otras historias de telenovela en el canal. En noviembre cumplí la promesa que había hecho desde que estaba en la universidad: en el primer momento que mi economía lo permitiera iría a conocer París. Y así lo hice. Pedí una licencia no remunerada, dejé listos los capítulos de fin de año de Mutantes, -un resumen conceptual que titulamos La Mirada Desnuda, una especie de Koyanisqatsi bogotano que hicimos con el Pollo, Pablo, Catherine, Ximena y todo el equipo, experimental, arriesgado, para el cual grabamos varias tomas con  microscopios electrónicos en la Fundación Patarroyo, en un ya para entonces abandonado hospital San Juan de Dios, y varios primerísimos planos con una lámpara de hendidura. Recuerdo los geniales planos del Pollo en las tiendas de las mascotas de la vieja troncal de la Caracas, en los que hacía cambios de foco entre los peces y los buses de la avenida. Fue un experimento que nos dimos el gusto de hacer, que escapó por milímetros a las tijeras censoras de Dueñas y fue emitido la noche de navidad, y así, el 11 de diciembre zarpé desde mi apartaestudio de la Macarena a El Dorado y de ahí en un vuelo de Lufthansa, vía Frankfurt, a la ciudad Luz. 

Recuerdo no dejar de pensar, maravillado, mientras visitaba el Péndulo de Foucault en el Museo de las Ciencias, las calles del Boulevard Saint Germain o los recovecos de Montmartre, que si habíamos logrado retratar a Bogotá como lo habíamos hecho, en una ciudad como París haríamos maravillas. Escribí varios mails al Pollo y a Ximena relatándoles mi viaje, mails que por desgracia desaparecieron en las mareas de la red por aquellos días en que el Y2K amenazaba con destruir toda la memoria digital que existía hasta entonces en los computadores del cambio de milenio. 

Volví al canal y traté de cumplir todas las promesas que había hecho: traje el par de paquetes de Gauloises que el Pollo me había pedido para que nutriera su impronta de director de Nouvelle Vague; una cerveza belga de 9 grados de alcohol para Peralta, nuestro querido sonidista; me tomé una foto en la torre Eiffel a pedido de Klich y volví a Colombia a finales de enero del 2000 a pesar de que en algunos momentos me tentó la idea de quedarme en Europa indefinidamente.

Si hubiera sabido lo que se venía, tal vez lo mejor hubiera sido hacerlo.

Mutantes, La Mirada Desnuda


XI
Ociópolis y Mutantes se habían acabado y decidimos hacer un Ociópolis reforzado, de una hora de duración, conducido por la actriz bogotana Carmenza González, Capacho, dueña de la cadena de restaurantes Andante, ma non tropo. Diseñamos un nuevo formato, comenzamos a hacer algo de humor, parodias de comerciales y televentas, falsos documentales y una sección dedicada a la nostalgia ochentera. Se sumaron al equipo Jorge Mario Vera, Diego Ávila y otras nuevas caras, mientras que al Pollo le dieron la oportunidad de integrar la división de promociones del canal como realizador.
Clásicos de arqueología, "Mechón Alf", documentales para Ociópolis.

Y entonces llegó aquel 19 de mayo. 

Una semana atrás yo había estado en su casa de La Soledad haciendo una nota con él para el nuevo Ociópolis, sobre el muro de escalada que había construido en su apartamento. En uno de los cuartos, El Pollo –apasionado por la escalada en roca- había construido el muro con sus propias manos durante varios meses y se dedicaba a entrenar en sus ratos libres. Yo no había empezado a editar la nota para aquel miércoles en el cual nos encontramos a las ocho de la mañana en los pasillos del cuarto piso y fuimos a desayunar junto a su nuevo compañero de trabajo y amigo, Carlos Cuervo. 

Yo estaría todo el día en las salas de edición que para entonces se habían mudado al segundo piso y el Pollo y Carlos irían a grabar. Me invitaron a escalar aquella tarde: a las cinco saldrían del canal para ir al muro de escalada de la 127. Yo me negué pues había quedado de pasar por donde mi hermana, “pero podemos salir juntos y me dejan ahí en Chapinero”. Desayunamos con apetito voraz, el Pollo se mandó los huevos pericos de La Mona más un caldo de costilla, chocolate, jugo, pan y arepa y de sobremesa un tinto. Fumamos el Marlboro de rigor antes de volver a entrar al canal y a las cinco y media nos buscamos para irnos. 

Saldría junto al Pollo, Carlos Cuervo y Richie en un taxi hacia Chapinero, donde ellos recogerían a Juan Carlos Peña y a Skipy (editor de Sin Cédula) para seguir al muro de escalada y yo me bajaría para ir donde mi hermana. “Listo, entonces vamos todos en un taxi y ahí ustedes los recogen y siguen”. Así lo hicimos, el Pollo me acompañó a sacar plata y salimos por la séptima rumbo al norte. Ellos decidieron bajarse conmigo e ir caminando hasta la casa de Juan Carlos para tomar otro taxi desde allá. Nos despedimos en la 56 con séptima como solíamos hacerlo: saludo de mano cruzada que luego enderezábamos, y con la zurda yo solía tocarle el cuello y el cachete. Lo mismo con Richie. Era lo más parecido al saludo de beso argentino, caricias de hermandad.

Fui a la casa de mi hermana Marta en la 56 con sexta. Debían ser las seis menos cuarto. Una hora después llegó mi ex cuñado, Fernando, quien venía del norte. Muy impresionado, nos dijo: 

-Había un trancón tenaz, casi no llego, porque hubo un accidente en la 100 con séptima; horrible, estaban los cuerpos tirados todavía en el separador. 

Él se estremeció al contarlo y se fue a ver televisión mientras me quedé hablando con Marta en la sala. Media hora después Fernando me llamó, “Juan, ven, parece que el accidente que vi fue de una gente de CityTV”. Fuimos a ver el noticiero de RCN, decían que un taxi había chocado contra un árbol y había por lo menos dos víctimas fatales. Yo no asocié –para nada- el trayecto que seguirían recorriendo ellos en el nuevo taxi que tomarían con Peña. “Deben ser reporteros del noticiero, que son los que se mueven en taxi. Pon City a ver qué dicen”.

Fernando cambió el canal y en ese momento sonó el teléfono. Era mi papá, que le preguntaba a mi hermana si yo estaba en su casa, me estaba buscando con desesperación. Yo agarré el inalámbrico Panasonic y cuando le contesté, mi papá, aliviado, dijo: “gracias a Dios estás bien, pensé que estabas en ese accidente”, y en aquel mismo instante en CityNoticias la presentadora daba los nombres del Pollo, Richie y Juan Carlos, “lamentamos informar que nuestros compañeros del canal han perdido la vida”. No alcancé a contestarle nada a mi papá, él solamente escuchó mi llanto durante varios minutos.

XII
Llamé al canal para hablar con Ximena, que estaba editando. Marqué la extensión de Ociópolis; me contestó Luisa, la novia de Pablo, llorando. No pudimos hablar, entre sollozos le pedí que me pasara a Xime. “Ven”, me pidió. Y yo, aterrorizado de coger un taxi, como si todos los taxis en esa maldita noche fueran a estampillarse contra los árboles de los separadores, pedí uno y salí hacia el canal. 

Ximena se había mudado a un apartaestudio que quedaba a dos cuadras del mío, en la 30 con segunda, y apenas a unos metros de distancia donde también vivían Carlos Mario, Rochi y Mejía. Al día siguiente, el jueves, la llovizna bogotana inundó el día y no paramos de llorar. Nos reunimos varios trabajadores del canal en la casa de Sergio Zaraza en Bosque Izquierdo toda aquella tarde, junto a otros varios amigos que ya para entonces eran muy cercanos: Natalia Guerrero, Juan Carlos Restrepo, Juano Molano, Diego Sandoval. El viernes fuimos al canal apesadumbrados, sin ganas de nada, y yo empecé a editar la nota que había grabado una semana atrás con el Pollo y su muro de escalada. La monté con Drinking in L.A, un tema de Bran Van 3000 -uno de sus grupos favoritos- sin poder contener la tristeza de estar viendo una y otra vez la imagen y el sonido de nuestro amigo, cuya muerte comenzaba a sepultar también nuestros primeros sueños profesionales.

El sábado hubo una misa en San Juan de Avila, de la cual no recuerdo nada. El domingo, en cambio, la llovizna por fin se fue diluyendo y tengo la imagen vívida de varios de los más cercanos amigos del Pollo, Richie y Juan Carlos, dándole la espalda a sus tumbas mientras que abandonábamos el cementerio y nos topábamos de frente con un inmenso arcoíris. 



Muro de escalada, Juan Carlos Cadavid, nota grabada una semana antes de su muerte.


XIII
Hicimos un programa de homenaje recordando a nuestros amigos y mandándoles fuerzas a Skipy y Cuervo, que aún se recuperaban en la clínica, y con el paso de las semanas siguientes yo perdí toda motivación. Para completar, poco después del duro golpe del accidente, el canal decidió darnos la noticia de que Ociópolis se terminaba. No iba más. A muchos los echaron, a otros nos reacomodaron. Yo fui a parar a Sin Amarillo, Azul y Rojo, y cuando empezaba a adaptarme, otro gancho al hígado: la Casa Editorial El Tiempo nos anunciaba que ante las pocas ganancias que estaba dejando el canal por la falta de pauta y porque los programas no eran comerciales, liquidaría a toda su nómina, haría una nueva empresa denominada TVCiudad y todos los empleados de CityTV debíamos renunciar para firmar un nuevo contrato, que tendría el mismo valor, pero sin las prebendas anteriores: debíamos decirle adiós a los sodhexo pass, a las primas extralegales (y a las legales también), a la suscripción gratuita a El Tiempo. Ya no haríamos parte de la cofradía.

Como borregos, en fila, nos recuerdo a todos esperando nuestro turno para firmar una conciliación en la cual nos comprometíamos a no entablar ninguna acción legal contra la Casa Editorial El Tiempo y así, tan solo un año y medio después de que creíamos estar en la cima del mundo, “soy el rey del universo”, empezaba nuestra caída libre, ya predestinados a cultivar panzas y calvas de empleados taciturnos y cabizbajos en aquel país que se venía, donde –por supuesto- había que agradecer que por lo menos teníamos trabajo para ir a aprender de sol a sol, muy felices, y también los domingos a las doce de la noche.


Mauricio Mejía, Catherine Vélez, Claudia Bautista, John Fernando Velásquez (arriba) 
Miguel Gutiérrez, Juan Pablo Méndez, Mauricio Silva (abajo), 
posan con sus documentos de conciliación por cambio de empresa, 
a la salida del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.

Así, efectivamente, estábamos con Miguel en nuestro nuevo trabajo en Sin Amarillo, Azul y Rojo, junto a los amigos futboleros recién estrenados, como John Fernando Velásquez y Jaime de Greiff, trabajando los domingos –día de las fechas del torneo rentado- hasta la madrugada del lunes, para dejarlo todo listo para la emisión del programa que era a las nueve de la noche. No nos pagaban dominicales ni nocturnos, pero nos daban libre lo que quedaba del lunes y todo el martes. 

Entonces nosotros, revolucionarios de la imagen, fuimos ofreciendo una y otra vez la otra mejilla hasta quedarnos sin cachetes y desahogábamos la frustración con guerras de gatos por los pasillos del canal y torneos de Escripong, un juego que -como su nombre lo indica- practicábamos con raquetas de ping pong sobre dos escritorios de trabajo dispuestos de manera contigua para simular una cancha. Fui el primer campeón mundial, oficial, del nuevo deporte, cuya final jugué contra Mauricio Silva la noche de despedida de Sin Amarillo, Azul y Rojo, programa que también murió a finales de ese nefasto año 2000.

Secuencia final de Sin Amarillo, Azul y Rojo.


EPÍLOGO
Aunque es posible que uno tienda a magnificar las virtudes de quienes murieron, de Richie y Juan Carlos Peña puedo decir que eran dos personas de suprema dulzura, a pesar de que no los conocí tan bien. Eran de esos tipos con los que uno no imaginaría tener algún problema o diferencia. Como diría Víctor, uno de los grandes amigos de Richie en la Nacional, en una nota que editó Ximena sobre el Pollo y él en la Facultad de cine y televisión (que Youtube se niega a dejarme publicar porque reclama los derechos de autor de Where is my mind? de los Pixies), Richie era la persona "más linda que se le podía atravesar a uno; ahí sí lo único estúpido que hizo él en su vida fue morirse".

Nunca se supo si el accidente se debió a una falla mecánica, a un descuido del chofer del taxi o a otro carro que los cerró. Skipy y Cuervo afirman no recordarlo, iban felices, a las carcajadas, bromeando inclusive con el conductor, un taxista que no llegaba a los 20 años. La cicatriz en el árbol perduró varios años y era inevitable pasar por la 100 con séptima sin advertirla.

Yo trabajé en CityTV esporádicamente durante el siguiente lustro hasta el 2006, antes de irme de Colombia. Y lo reivindico. 1999 fue el año más feliz de mi vida profesional y después participé de varios proyectos que quise mucho. Aprendí y me formé en el canal incluyendo, claro, sábados, domingos y nocturnos. Tuve el privilegio de conocer al Pollo y de ser su amigo; fue un maestro, emisario de la luz para ver la realidad a través de una cámara y visionario de todo lo malo que nos podía esperar. Un hermano que la vida me dio y la muerte hizo el amague de quitarme, pero no pudo: su legado de pasión desbordada lo guardamos y lo enseñamos –quienes lo conocimos- a todo aquel que empieza a trabajar en cine y televisión.

-El lenguaje de la imagen en movimiento es muy joven, apenas tiene poco más de cien años de edad como para decir que hay reglas inquebrantables, que todo está dicho. Todavía está todo por hacer, todo por inventar, ¿sí me entiende?

Y cinco cervezas después:

-Me van a echar, güevón, me van a echar, me tienen entre ojos.

Y sí, hermano: a todos nos echaron finalmente, pero usted no les dio el gusto, se les adelantó y se fue primero. 

Y se fue con toda, radical. 

Con dignidad, como debe ser: ¡what Saya!


Mutantes, clip de despedida, enero de 2000. Aparecen: Ximena Franco, 
Catherine Vélez, Marcela Ríos, Juan Carlos Cadavid, Manuel Sarmiento,
Pablo Galeano, Miguel Gutiérrez y Juan Pablo Méndez.


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