INVIERNO DE 2007
BOGOTAIRES
En el sueño las escaleras eran muy largas y conducían hasta el primer piso y la puerta de salida de una casa grande. Tiré hacia abajo la manija dorada, muy fina y de doble curva como una ola embalsamada, y entonces advertí que esa puerta de cuadriláteros de vidrio esmerilado de muchos colores era muy parecida a la que había en el jardín infantil donde hice kínder y transición. La nostalgia entró en reversa y reprimí las ganas de llorar apretando con fuerza los labios entre los dientes mientras una ráfaga de lágrimas hervía dentro de mis mares; a tiempo logré detener el maremoto, avancé entonces con dignidad hacia la calle y descubrí que estaba en una ciudad hecha de dos ciudades: era el perfecto equilibrio entre Bogotá y Buenos Aires, una ciudad de otoño y de montañas, con un río trasero, gigante, con eucaliptos y subterráneos y bicicletas ocasionales, húmeda y fría pero alta, una ciudad del color de las melancolías muertas y con rumores de destierros: de taxis amarillos y cabinas individuales para cortarse las venas sin dejar rastro: Bogotaires.
La sequía de mi garganta me despertó de nuevo y me vi otra vez a tientas buscando la nevera en medio de la penumbra helada del amanecer bonaerense. A pico de botella le di cinco largos tragos al agua Ser Citrus que compré solamente para las urgencias de mis resacas y volví a la cama. Pasé una media hora despierto preguntándome cómo mierdas iba a hacer para dejar de girar en torno de mi ego, “debo extrapolar este egocentrismo que me está volviendo loco”, cómo acabar con esta letal adicción a mí mismo; recordé el par de autogoles que había hecho la noche anterior, hay días en que es mejor estar ausente, pero no importa, igual: el autogol es más viejo que el fútbol. “Ojalá hoy por lo menos no llueva”, dije, y me hundí otra vez en la frescura de la almohada.
Al quedarme dormido se apareció Sergio Zaraza dentro del sueño, un amigo bogotano que no veo hace tal vez seis años. Estaba en Caracas, tirado encima de una mesa o de una sala de edición, nadando en la piscina cruel de su vómito después de haberse emborrachado hasta la muerte por culpa del amor asesino de una zagala rapaza caraqueña. Entonces Sergio despertaba y todos huíamos de él, era un pequeño monstruo deforme bañado en vómito blancuzco, moviéndose como un robot de pesadilla y hediendo de infortunios, “que se bañe primero”, sentenciábamos y salíamos a una terraza desde donde se vigilaba todo Caracas; entonces César, un amigo venezolano, me soltaba la estadística: “leí que un noventaydós por ciento de los casos de locura en las clínicas psiquiátricas parten de problemas de amor, de pareja”. Yo asentía y sabía que debía sentir nostalgia o en su defecto sentirme miserable pero no recordaba por qué y entonces por corte directo aparecía manejando una cámara Panasonic que tenía la opción de grabar en video o de fotografiar en cine. Y por los largos pasillos de un canal de televisión rodaba y gastaba película inútilmente, feliz de estar por fin haciendo cine.
Vuelvo a despertar, se hizo de día. Hay frío, no dan ganas de levantarse, ni de oír música: automático, solo. Hoy estaré solo, digo, si es que soy capaz. Alguien debería haberme oído cuando los delirios dejaban de pertenecerme, rincones de mis fugas, un adiós, los equilibrios y las distancias: preferí abandonar un día las raciones de mis locuras y para salvarme me aferré como una sanguijuela anémica a las carnes de mi ego, de mí mismo. Voy abandonadito y patético cuando la sensación térmica baja de 8 grados y me quedo solo y no hay a quien llamarle la atención con mis tormentos.
Al volverme a dormir vino el tercer sueño: estábamos en un bar en Bogotaires con varios amigos viejos que me hacían sentir otra vez tibio, otra vez nuevo. “Quihubo mi chino lindo”, le decía a Miguel Gutiérrez y le daba un beso en esa cabeza cuadrada, tan boyaca, tan suya. Se había calveado toda la parte superior del cráneo, desde el parietal hasta el occipital, y se había dejado solo unas mechas en la nuca. Yo seguía embelesado dándole besos a esa calva muisca, feliz de ver de nuevo un buen amigo. Comenzaba entonces a tratar de entender la discusión acalorada a la cual había llegado tarde: “que ella no se llama Yobana”, decían unos, “que sí, sí, sí se llama Yobana”, decían los otros. Yo miraba aterrado la discusión de esos borrachos colombianos que daban sentido a mi existencia y para participar de alguna manera –sin recordar ni entender en el sueño quién era Yobana- intervine:
-No, pues… entonces Mejía no es Mejía, pues…
-Exacto, es que eso es lo que yo digo, marica. Es eso.
A mi izquierda, muy cerca, se aparecía Catherine Vélez, discutiendo con vehemencia acerca de la identidad de Mejía y de Yobana. Catherine era Catherine pero en algunos momentos se convertía en Juliana Barrera, curiosamente las dos habían sido antes novias de Mejía. A él lo veía del otro lado de la mesa, un poco ausente. Catherine-Juliana comenzaba a hablarme, cada vez más cerca, hasta que me descubría hablando con ella con los labios pegados, y me confesaba: “es que Mejía tuvo una niña con Pablito Galeano, se lo juro, tuvo una niña con Pablito y ahora Pablito no le quiere dar la patria potestad”.
Bogotaires estaba loca, sin duda, y mientras todos seguían discutiendo acaloradamente acerca de la identidad de Yobana y de Mejía, Catherine-Juliana seguía haciéndome confesiones aterradoras con sus labios pegados a los míos y yo hacía los cálculos: “no puede ser, Cathe, si la niña tiene quince años y Mejía tiene treintaytrés… bueno, sí puede ser, sí puede ser Juli, pero es que Pablito es un hombre. ¡Pablito es un hombre! ¿No se da cuenta?”. Acercaba otra vez mis labios y debatíamos sobre la transexualidad de Mejía y Pablo con los ojos cerrados y cambiábamos de tema y en cualquier caso Bogotaires era el paraíso: yo volvía a habitar la patria de mis amigos.
El tercer despertar: sorprendido y tibio. Al bajar la erección miro al techo. Los pájaros de Palermo cantan su sinfonía secreta de once y media de la mañana y comprendo entonces que Yobana un día seccionará mis alas y volaremos juntos sobre desiertos de sal y montañas de fuego. No hoy. Hoy caminaré más tarde por la costanera del río de la Plata y al lado del aeroparque miraré aterrizar los aviones tristes que vienen de ningún lugar y despegan hacia los azules imposibles; entonces buscaré algún rastro, algún indicio en ese oriente triste que mira hacia Suráfrica y recordaré el oriente mío de los cerros, la carrera séptima, el Chapinero Alto donde existen mis hermanos. Me jugaré entonces las melancolías como en un tango: hay tantos amigos que extraño y hay tantas frases que quise decirle a Yobana al oído, en Bogotaires.
Se las diré al río, por ahora, y las guardaré hasta que un día sean ciertas y la ruleta rusa de mis arrepentimientos y de mis deseos ya no esté girando en torno de mis propias sienes.
SUEÑO CON SIMONA, SANDRA Y COCODRILO
Estaba con Simona en un autobús. Por alguna razón desconocida empezábamos a mirar la ventana y a reírnos hasta más no poder de los transeúntes y sus caras de idiotas: todo el mundo estaba haciendo el papel de imbécil en la calle, miraban hacia el autobús haciendo el bizco, jugando al tonto. Nosotros nos divertíamos cantidades, era, efectivamente, una ciudad parecida a Bogotaires, nuestro bus promediaba el Transmilenio y el colectivo bonaerense. Después de darle algunos besos en las sienes y en los ojos a Simona, nunca en la boca, nos bajábamos en alguna calle y comenzábamos a caminar.
-Oye, Miguelito terminó con Chela, ¿no? –Preguntaba yo-
-No, pero ya volvieron. Chela se cansó de ese man con el que estaba saliendo en Tokio.
-Claro, el man debía andar con muchas japonesas, me imagino.
-Sí, sí…
-Yo también me estoy separando.
Hablábamos un rato de mi situación afectiva y luego le preguntaba cómo le había acabado de ir en Caracas, “¿te das cuenta? Allá no se puede soñar en voz alta porque todo se puede volver realidad. ¿Ya leíste tu mail?”. Simona no había leído su mail entonces yo le contaba, Anyely, nuestra jefe venezolana, quería que hiciéramos un taller de video juntos; toda esta información la decía yo como ha sido en la vida real, e inclusive el mail que le escribí a Simona existe: “…entonces me gustaría hacer contigo un taller de falso documental, más tarde lee el mail, ahí te lo explico todo”.
De repente el sueño daba un giro radical: nos encontrábamos visitando a Sandra Méndez, la novia con quien viví en la Candelaria en el 98; estaba en un manicomio, había perdido el juicio pero yo no sabía cómo se encontraba. Al llegar, descubríamos la gravedad de su estado: Sandra estaba tan loca y tan dopada que había disminuido su estatura en unos diez centímetros y tenía el aspecto de una niña de doce años, sordomuda. Simona se iba caminando con ella, le hablaba de varias cosas pero no había respuesta, yo me iba detrás muy sorprendido, algo asustado. La clínica era muy parecida a la Monserrat, en Bogotá. Más tarde había un fast forward. Me encuentro todavía con Sandra en un patio, tal vez el de la zona de visitas de la clínica, Simona ha desaparecido y ahora está Santiago Rueda, mi amigo de infancia, hablando con Sandra. Nos sentamos en un parasol a conversar los tres, está anocheciendo y Sandra me pide el favor de prender la luz; está notablemente recuperada, ha vuelto a tener su aspecto de siempre. Yo prendo la luz: es una lámpara convertida en cocodrilo (vivo) al cual es necesario abrirle las fauces y accionar el interruptor en la garganta; entonces se enciende y queda con la boca abierta, impasible, alumbrando: lo pongo a unos cinco metros de nosotros y me siento a hablar con ellos, Sandra y Santiago comparten experiencias de Londres pues los dos vivieron allá en diferentes momentos de sus vidas. Yo advierto que la lámpara se calienta con rapidez y está haciendo mucho calor; les propongo alejarla un poco y Sandra me dice que no hay problema, entonces comienza mi viacrucis: peleo con el cocodrilo para que se deje llevar unos cinco metros atrás. Cuando logro dominarlo, siempre con su boca luminosa abierta, lo llevo hasta un lugar donde hay una manguera que riega el pasto, prendida. Me preocupa que su luz se moje mucho y se reviente el bombillo, entonces vuelvo a moverlo hacia la derecha, donde hay un garaje con un perro que me ladra enloquecido. Es un garaje del estilo de los de Calatrava, donde vive Santiago en Bogotá; cuando por fin logro ubicar el cocodrilo a salvo del agua, su boca se cierra y se apaga la luz. Empiezo a luchar de nuevo, ahora para intentar abrirle la boca: es un martirio, el cocodrilo se resiste a más no poder y a lo lejos yo oigo la conversación de Santiago y Sandra, ella le dice, “pero yo no me acuerdo casi de ti”, yo grito en la distancia, casi herniado abriendo la boca del animal: “es que él estaba en Londres cuando tú y yo estábamos juntos”. Derrotado, pido ayuda a Sandra pero ella insiste en que lo lograré, y entonces por fin el cocodrilo abre la jeta, me siento con ellos y cuando por fin voy a comenzar a hablarles, tranquilo, despierto.
OTOÑO DE 2008
SUEÑO DE MOEBIUS (CON RICHARDO)
Yo llegaba al noveno piso de su casa y no salía del asombro y de la felicidad de verlo con vida. “Sí, algo salió mal, pero ya lo arreglo”, me decía, y corría hacia la terraza de nuevo donde se lanzaba en picada al vacío. Yo bajaba angustiado por el ascensor los nueve pisos y cuando llegaba al primero, aparecía usted caminando, otra vez sonriente: “no pasó nada, me pegué durísimo y ya en unas horas el golpe hará efecto y estaré muerto de nuevo”.
Subíamos a su cuarto y alternativamente usted aparecía y desaparecía en el sueño, como si se estuviera esfumando de a poquitos, sin remedio, en medio de alguna bruma de un paisaje de Moebius. Aparecía entonces Elizabeth, su mamá, de repente, en su cuarto, junto a Ximena que se asomaba por la ventana cada tanto a calcular la altura. Su mamá traía un cuadro comparativo que medía los rankings de sus mejores amigos en los últimos diez años. Era una curva empresarial con picos altos y picos bajos donde estaban varias personas que ahora no recuerdo. En cualquier caso yo no estaba, “qué mal amigo Richardo”, pensaba, y veía cómo la única persona que desde el año 2000 comenzaba a descender hasta estar por debajo de cero y que según esa curva era su enemiga, era Pía Quiroga.
Más adelante aparecía de nuevo usted en el cuarto. Hablaríamos tres, cuatro palabras.
-Ya está llegando el momento. –Se refería al desvanecimiento final-.
-Bueno, pero si se va a morir, Richardo, por lo menos déjeme su colección de comics.
-Las güevas! Para todo lo que lee usted.
Nos reíamos con estridencia y yo lo veía a usted alejarse saliendo de su cuarto, en algún momento se había quitado la camiseta y ya no era el mismo treintón camino a los cuarenta y la barriga segura, sino que su torso era de veintiañero fisicoculturista. Se iba hacia el final del pasillo, ahí donde alguna vez vi un partido de fútbol con su papá, y mientras que se alejaba hacia la muerte yo alcanzaba a despedirme por enésima vez:
-En cualquier caso, Richardo, quiero que sepa que lo quiero mucho. -Le decía desde lejos cuando ya casi por completo era un espectro-.
Alancé a advertir su sonrisa leve y desperté.
SUEÑO CON GEORGE W. BUSH
Caminamos con Ximena en algún sitio de turismo con playa que no puedo determinar pero parece Brasil.
De repente llegamos a una casa esquinera, grande, y Ximena dice: “acá vive George Bush”. Nos acercamos a la puerta y la abrimos, está sin seguro ni custodia. Xime me invita a entrar con el argumento de que ella es amiga de la familia Bush, los conoce de mucho tiempo atrás porque alguna vez trabajó para una campaña publicitaria del expresidente. A mí me sorprende su confesión, pero entramos a la casa.
Hacemos un largo recorrido por una casa que no es la mansión que uno esperaría encontrar en la residencia de uno de los hombres más poderosos del mundo. Por el contrario, la casa es grande pero modesta, sin muchos lujos. Como una guía turística, Xime me va mostrando la sala, el comedor, la habitación del matrimonio Bush y un gran camerino donde George guarda algunos uniformes deportivos y una colección majestuosa de chaquetas de cuero de oveja. Hay por lo menos quince chaquetas, incluidos dos grandes gabanes.
Salimos de nuevo a la calle en vista de que nadie llega a la casa, y después de caminar poco más de una cuadra, no me aguanto más y le digo a Xime: “volvamos, yo me tengo que robar una de esas chaquetas”. Ximena no reprocha mi instinto de caco y, por el contrario, secunda la idea. Al volver al portón de la casa, le pido que se quede haciendo guardia; si los Bush llegan, debe timbrarme para que yo sepa que estoy en problemas y así pueda esconderme luego detrás de una cortina para encontrar el momento propicio para la huída.
Atravieso con rapidez toda la casa hasta el gran camerino donde están las chaquetas y tomo una, la más chica, que me queda perfecta. Cuando estoy volviendo hacia la salida, suena el timbre. De repente me veo corriendo por la calle, cercado por un grupo de gorilas de gafas oscuras que impiden mi huída. Los esquivo, me devuelvo, pero sale otro grupo de gorilas que me cerca el paso por otro lado. Ya perdido y condenado a la cárcel de Guantánamo, veo a Ximena en la puerta de la casa, que me llama con una sonrisa.
Entro y me presenta al matrimonio Bush. Son un par de viejitos adorables cuya ingenuidad de jubilados les da un aire de ternura incomparable, una candidez que en el señor George W. nada tiene tiene que ver con la idea de Mister Danger, aquel guerrerista psicopático que casi acaba con el mundo en los últimos ocho años.
Nos invitan al patio de la casa, donde harán una picadita con algunos amigos de sus nietos y hablamos pendejadas acompañados por varias copitas de vino californiano.
-Qué bien hablas español, Laura, -le digo a la esposa, y luego me volteo y le pregunto a él:
-Dónde aprendieron este español tan bien hablado, ¿tú fuiste embajador de Estados Unidos en Colombia en cuál gobierno, el de López Michelsen?
-No, -me contesta con una sonrisa encantadora- nunca fui embajador en Colombia, fui embajador en Cuba, ahí aprendimos a hablar el español Laura y yo.
Me levanto a comer algunas de las viandas que trajo Laura y descubro con terror que todo tiene piña, fruta a la cual soy alérgico: arroz con piña, jamón con piña, carne con piña. Maldigo y recuerdo que tengo la chaqueta de cuero puesta, “¿será que no se la pillaron?”, y con la incomodidad del ladrón culposo sigo hablando estupideces con los Bush hasta que despierto, indignado, pensando que debí haberle cantado con valentía unos buenos madrazos al señor Bush.
Me consuela por lo menos haberle robado la chaqueta.
ESPAIK LÍ´S DREAM
Estábamos haciendo un Maetra Vida para Telesur sobre Spike Lee. En la fase de investigación, me tocaba ir a entrevistarlo para cuadrar las grabaciones y conocerlo un poco más. Por teléfono, él me decía en un perfecto español, “ven a mi casa, no hay ningún problema”, y yo le contestaba con mucha confianza, “OK Espaik, como tú digas Espaik, no hay problema Espaik, muchas gracias Espaik”.
Resultaba que por una fantástica coincidencia Lee estaba viviendo una temporada con su familia en Buenos Aires, así que después de una elipsis instantánea yo aparecía tocando el timbre en la puerta de su casa mientras pensaba en la fortuna de poder llamar por su nombre de pila, “Espaik”, con tanta confianza, a semejante maestro del cine. Alguien me abría la puerta y me indicaba que el señor Lee trabajaba con la máquina de escribir en su estudio, me conducía hasta allá y al entrar yo veía a un rubio cuarentón, de barba y anteojos y ojos pardos. “Este debe ser su asistente”, pensaba, pero él me invitaba a sentarme y me hablaba como si en realidad fuera el mismísimo Spike Lee:
-Mira Juan Pablo, yo tengo un viaje a Bogotá el próximo miércoles y vuelvo a Buenos Aires una semana después, así que podemos hacer la entrevista en cualquier momento a mi regreso, pero antes no.
Me mostraba alguno de los guiones que había escrito con su máquina de escribir Olivetti y yo aún no creía del todo que estuviera hablando con un Spike Lee más blanco que Martina Navratilova, aunque mis sospechas acerca de su identidad eran derrumbadas momentáneamente por una cantidad de muchachitos negros de entre cinco y diez años de edad que corrían por la casa y eventualmente le decían “papá esto”, “papá lo otro”.
Aún sin entender nada, otra elipsis radical me conducía a la oficina de la calle Gregoria Pérez y me veía hablando con Gastón y Sebastián mientras nos tomábamos un café.
-Yo no sé si me estaba haciendo una broma pesada algún asistente de Lee, pero me recibió en su casa un tipo más ario que Nick Nolte –les contaba-.
-Juan, hay algo que tenés que saber -me decía Gastón-.
-No…
-Sí.
-No, no me vas a decir que Espaik Lí es blanco.
-Juan, lo siento… es cierto, Espaik Lí es blanco.
Yo me tiraba al piso como si me hubieran dado la peor noticia del mundo y gritaba “noooooo!!!!, no puede seeeerrrr!!!!!”. Era un poco conciente de estar bromeando pero también hacía mi show en serio para que de pronto llegaran Tolca y Schonfeld –que trabajaban cerca- a preguntar asombrados qué había pasado. Sin embargo, Schonfeld seguía hablando por teléfono en su oficina, como si nada, y Tolca se concentraba cada vez más en alguna traducción, mientras yo continuaba revolcándome en el piso con la cara tapada con ambas manos y bramando enloquecido “no puede ser, no pueeeeeedddddeeee seeeerrrrrrr”.
Gastón me tranquilizaba, e interpretando a la perfección el papel del esclarecido iluminado que ha estado por encima de la ignorancia y la ingenuidad del mundo por muchos años, me decía: “vení que te muestro algo”.
Ponía play a un caset de mini dv en el cual había grabado algunas entrevistas con Lee y sus colaboradores en una choza playera de alguna costa caribeña. Los protagonistas conformaban un grupúsculo de rubios barbados ojiazules que más parecían la plana mayor de contraespionaje de la SS que los realizadores de "Malcolm X" y "Haz lo correcto". Gastón los entrevistaba, y aunque no decían nada sospechoso al respecto de haber estado engañando al mundo entero durante tres décadas –zorros blancos disfrazadas de ovejas negras-, uno suponía que así era.
-¿Y esto qué es? –le preguntaba a Gastón con desconfianza a Espaik en la grabación, señalando el monitor-.
-Nada, un trabajito que he estado haciendo hace años.
Yo pensaba que no estaba bien que Gastón hiciera un trabajo con Lee sin habernos dicho nada al resto del equipo -y mucho menos cuando estábamos por empezar un Maestra Vida con él- pero me quedaba callado y seguía viendo la cinta con incredulidad, pues cada vez se ponía más surrealista: llegaba un momento en el cual un tsunami arrasaba el sitio donde hacían la entrevista y la cámara seguía perfectamente -en un travelling como hecho con una grúa gigante o un helicam- al pobre de Lee, quien naufragaba con su equipo y se aferraba con todas sus fuerzas a un barril de petróleo que flotaba sobre la ola gigante. Al final de ese plano secuencia perfecto la cámara quedaba encuadrada en la playa, en tierra firme con el Lee albino a salvo, y entonces entraba a cuadro por la parte superior de la pantalla uno de sus colaboradores, que caía desde el cielo como lanzado por una catapulta y se enterraba en la arena, quedaba sembrado como un árbol desde los pies hasta la cintura y lo más extraño era que después de semejante caída no había perdido su sombrero de cow boy: era ahora una estatua rígida, una figurita de fischer price de tamaño natural clavada en la playa.
-¿Y todo esto también lo grabaron ustedes? –le preguntaba a Gastón asombrado y con algo de envidia por la majestuosidad documental de la toma y el virtuosismo de la cámara-. Él improvisaba su mejor sonrisa de orgullo y satisfacción, y siempre mirando el monitor, con todos los dientes al aire, contestaba:
-Sí, todo.
-Bueno, entonces hay que esperar a que Espaik Lí vuelva de Bogotá para seguir con la entrevista -decía yo embebido de mi envidia por las tomas superadoras desde todo punto de vista, cambiaba de tema como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera visto, y entonces desperté.
LEVITACIÓN
Estaba viendo una película gringa, una comedia romántica convencional en la cual una especie de Shirley McLaine cuarentona vivía un largo despecho por el amor de un Tom Hanks o un Richard Gere o cualquier otro de esos patéticos actores propicios para la comedia romántica en los cuales me convierto de vez en cuando: en el sueño soy espectador y protagonista de la película, alernativamente, y la trama es muy sencilla: Tom Gere se debate entre el amor de una mujer madura (Shirley) y una joven mamacita estilo Anna Kournikova, que ahora le da por hacer cine. La trama pasa muy desordenada, se siente, más que verse, y muchas lágrimas de Shirley acompañan la confusión de Tom Gere, hasta que llega la escena final, que da nombre al título de la película: “La mujer es el futuro del hombre”. Tom Gere está en la piscina de la casa de Shirley, por supuesto en Beverly Hills, habla con ella y declara su amor eterno, le da un beso y argolla de compromiso. Shirley hace una cara en extremo cómica, no puede evitar regodearse en su triunfo y declara, mirando a cámara: “la mujer es el futuro del hombre porque la mujer es su coño: los hombres no pueden resistirse, siempre caen, siempre vuelven igual, como el alacrán que murió asesinado por la viuda negra”, da otra corta carcajada triunfal y se clava de espaldas en la piscina. Se pone a nadar. Empieza la música de los créditos finales compuesta por algún Brian Adams un poco más vigente y los comensales de la mansión empiezan a entrar en la piscina, felices, de una manera particular: hay dispuestos dos canales redondeados, muy ergonómicos, a la medida de los pies, inclinados levemente hacia abajo y siempre nutridos por una corriente de agua constante, de manera que uno pueda entrar a la piscina deslizado rápidamente por esos toboganes para pies. Veo dos o tres gringas gomelas de Beverly Hills, extras de mi película, eso sí, yo soy el protagonista, que entran de esa manera a la piscina y me entusiasmo y lo hago también. Entonces me queda gustando tanto esa sensación y voy y me siento en una silla que está bajo los parasoles del patio de la mansión. Es una silla ochentera, idéntica a las que había en la sala de mi infancia: de madera, metal y mimbre, diseño cúbico, sus patas son un cuadrilátero de acero circular, tres centímetros de diámetro, de solo tres lados, que la sostienen desde la base, suben hasta el sentadero, dan la curva hasta el espaldar y siguen subiendo para terminar en la cabecera. Sentadero y espaldar, a su vez, son de base de madera lacada y en la parte acolchonada hay mimbre; al sentarme en el sueño en una silla como éstas, puedo apoyar mis pies en la parte metálica de abajo, e inclusive entrelazarlos en el vértice inferior de 90 grados. Y así estoy, tal cual: entrelazo mis pies en la parte metálica de la silla, tomo cierto impulso con torso y cabeza, y empiezo a moverme; al principio lo hago muy lentamente, pero la silla va tomando impulso y termina acelerando: se ha levantado cinco centímetros del suelo, aunque sé que no es la voluntad de la silla la que hace posible la levitación sino mi propio cuerpo: el ente levitador está situado en mi punto de equilibrio, en mi cadera. Desde ahí regulo la velocidad y con los pies abajo del soporte metálico y las manos firmes, agarradas del taburete de la silla, controlo la dirección. Tomo mucho impulso y comienzo a andar las calles de Beverly Hills hasta llegar a un parque que tiene muchos senderos peatonales. Esquivo la gente que viene de frente, en la distancia veo acercarse, sobre todo, viejitos que pasean a sus perros y gente que trota en sudadera. La sensación es inmejorable: a veces tomo un poco de impulso con los pies en el pavimento, pero por lo general silla y yo somos un ente volador perfecto que a cincuenta kilómetros por hora controla todas las leyes de la aerodinámica. Comienzo a hacer un circuito regular por el parque, recuerdo comenzar a pasar por las mismas partes cada tanto; sobre todo por una que me gusta mucho: es una larga curva descendente, vertiginosa; conduce a un pasaje que comunica una parte del parque con otra y tiene escaleras viejas, llenas de musgo, parecidas a las de la rotonda florida del Parque Nacional en Bogotá. Me gusta pasar por ahí con mi silla pues es una acción bastante intrépida: es necesario calcular muy bien la velocidad con la cual se da la curva y siempre, al final, es necesario poner un pie en tierra para evitar estrellar contra el muro de piedra que cierra la bóveda de cinco metros, que al final sale de nuevo al parque. En mi último trayecto, ya olvidado totalmente de Shirley y su araña negra, oigo a mis espaldas dos viejos argentinos hablando de fútbol: “No se puede creer, San Martín de San Juan le empató recién, anoche, a Independiente, ¿a dónde vamos a llegar viejo?”, ellos siguen hablando de la situación deplorable de la primera división argentina y yo me pregunto: “¿empató Independiente con San Martín de San Juan?”, un poco escandalizado, pero al instante, indignado, descubro que los viejos siguen hablando a mis espaldas cuando se supone que yo debía ir raudo en mi silla levitadora. Entonces acelero al máximo aunque descubro que estoy llegando a mi curva peligrosa: no me importa, acelero para perderlos y estoy a punto de caer, tengo que poner varias veces los pies en los escalones húmedos y resbalosos y por poco arrollo a otros dos viejos que bajan por ahí, pero salgo airoso, nuevo, solo: tan solo como despierto. Es otro día de invierno, Tom Gere, llueve sobre Buenos Aires, es domingo y te quedarás sin Shirley, sin Anna, sin tus viudas negras: ¿habrá empatado Independiente con San Martín de San Juan?
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