CHÉ, DEJÁME TOCARTE

Sí, ya había conocido a Hugo Gottardi en Argentina durante un viaje que hicimos con Ximena Alejandra en 2003. Después de casi dos años volví a Buenos Aires y ahora el ídolo de mi infancia es otro amigo; un asado en su casa, algunas cervezas y vino de Mendoza: que el ídolo de la infancia se vuelva un buen amigo es uno de esos sueños tachados de la lista, una alegría y una certeza -para algunos paupérrima- de que vale la pena estar vivo.

No voy a reiterarlo solamente en nombre de la vanidad y el orgullo. Esta vez Gottardi preparó para mí chinchulines, morcillas, provoletas y chorizos en la terraza de su apartamento del barrio Lanús, donde ha adaptado una parrilla que echa humo casi todos los domingos.

Tampoco voy a contarlo para evocar la felicidad de esa tarde, viendo fotos viejas y trofeos bogotanos de la Taberna Sancho al mejor jugador de la cancha (o aquel balón Mikasa que robó del Palo Grande en Manizales cuando hizo su gol 200), ni relataré la efímera borrachera que me entró al tomar el digestivo de limón fermentado que Hugo prepara para sus comensales cada vez que hace un asado.

Para nada. La intención de esta nota es solamente una: contar una historia que esa tarde me transmitió el bueno del Hugo, con Buenos Aires a nuestros pies, y que tal vez sea la anécdota por excelencia del fútbol capitalino: el relato del encuentro de los más grandes delanteros argentinos que pasaron por Bogotá en la década de los ochenta.

Acá va, para cualquier amante de la vida –y del fútbol-, la historia humana de la generosidad.

Era 1985. Después de un partido contra el Cúcuta Deportivo, en el Nemesio, Gottardi se había fracturado el tobillo. Eran malas épocas, la posibilidad frustrada de haber jugado las eliminatorias con la selección argentina, a la que había sido convocado por Bilardo justo una semana antes de lesionarse. En su casa de La Floresta, Hugo Ernesto Gottardi reposaba en cama esperando que el tobillo sanara y una tarde, sin previo aviso, recibía la visita de Juan Gilberto Funes, “El Búfalo de San Luis”.

Funes, que había llegado en el 84 para jugar en Millonarios, llevaba una racha verdaderamente desastrosa: si había marcado un par de goles en el torneo habían sido de milagro y ya la prensa y la hinchada no lo bajaban de “troncazo”. Aquel Búfalo de San Luis que años más tarde sería uno de los mejores delanteros de la Argentina, por esa época no representaba peligro alguno para los arqueros rivales.

Después de hablar un rato de fútbol y del infortunio de la lesión, Funes, muy apenado, le hace una petición a Gottardi:

-Hugo, me da vergüenza decirte-ló, pero sabés que llevo una mala racha hace ya varios días… y qué sé yo… tal vez si… no sé, Hugo, querido… ¿cómo decirte-ló?

Gottardi, expectante, atina solamente a decir un tímido “dale, dale, decí no más”.

Y Funes contesta, ceremonial:

-…Ché, Hugo, dejame tocarte…

Con esa buena onda de la cual soy testigo presencial, Gottardi sonríe y le contesta: “por supuesto querido, dale, tocame”. Funes comienza a untarse del número nueve rojo, de arriba a abajo, así como cuando los goleadores se están sacando la sal después de una larga sequía. Enérgicamente, el Búfalo despercude del cuerpo de Gottardi cada rastro de su racha goleadora y luego la unge en su propio cuerpo, con fuerza, con convicción, con una renovada Santa Fe, más que católica, chamánica.

Funes abandona la Floresta algo apenado, también agradecido. Pasan los días y en la convalecencia aburridora de televisión y lectura, Gottardi comienza a ver cómo desde el siguiente domingo el goleador azul emprende una racha que cambiaría para siempre su carrera: 17 goles en el Torneo Finalización de 1985, 8 más en los pocos días que jugó el Apertura del 86, antes de volver a River Plate en Argentina, donde para siempre se convertiría en ídolo después de marcar dos goles en la final de la Copa Libertadores enfrentando al América de Cali.

Así que solamente un año y medio después de haberse untado de Hugo, y cuando su carrera parecía perfilarse hacia el fracaso, el Búfalo de San Luis renacía para siempre y se coronaba con River campeón mundial jugando contra el Steaua de Bucarest. Tal vez Gottardi sea responsable, en gran parte, de ese éxito: es el resultado de esa tarde en la cual, con toda generosidad, le transmitió a Funes su letal enfermedad goleadora, el hechizo fantástico de un apasionado romance con la red.

Tiempo después Funes murió de un infarto cuando era ídolo de multitudes en Argentina. Tanto así que Maradona encabezó la lista de estrellas que jugaron el partido homenaje y un estadio con su nombre se levantó años más tarde en San Luis, su pueblo natal. También la Copa amistosa “Juan Gilberto Funes” se juega en Buenos Aires y para los hinchas millonarios (colombianos y argentinos) el recuerdo funesino les pone la piel de gallina. Más.

Y sí, tal vez si ése encuentro en la tarde bogotana del barrio La Floresta no se hubiera dado, al gran Búfalo jamás le habría llegado la racha que lo llevó a la historia. Y pasó en Bogotá, durante esa segunda época de El Dorado que fueron los ochenta y que por lo menos nos dejó a quienes alcanzamos a vivirla el corazón hinchado de ídolos: con Gottardi esa tarde de asado hablamos de muchas otras cosas, historias de mafiosos de la época que a él le tocó conocer y que cuenta con gracia, así como recuerdos de tardes de cacería en la Sierra de la Macarena y en el río de la Miel con Gabriel Martínez y con Diego Umaña.

Pero la confidencialidad que se le guarda a los amigos me obliga a callar y la más grande anécdota ya fue contada, así que al abrazar a Hugo en el umbral de su casa, para despedirme, traté de untarme las manos con su espalda lo más descaradamente posible mientras pensaba, “ché, dejame tocarte”.